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El triunfo de la fe marial

Publicado 2020/05/01
Autor : Mons. João Scognamiglio Clá Dias, EP

María Santísima en el misterio de la resurrección del Señor

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Depositado el cuerpo de Jesús en el sepulcro, Nuestra Señora se dirigió a su casa acompañada por el discípulo amado. Con el regreso al recogimiento, los terribles sufrimientos del día se abatieron nuevamente sobre Ella, haciéndole sentir el peso de una gran soledad. Para María la tierra parecía estar vacía, pues faltaba aquel que llena el universo con su presencia.

Pero Ella esperaba con confianza la Resurrección, convencida de que ocurriría en breve sólo porque Jesús así se lo había revelado. El profundo dolor en absoluto había sacudido su fe.

Concibiendo la figura del Mesías glorificado

Llegada la noche del sábado, una luz empezó a rayar en el espíritu de María, aún ofuscado por la prueba. Para que su martirio tuviera más mérito Dios quería que Ella venciera en su alma todavía un último combate.

Así como la Encarnación del Verbo se había dado en el momento en que Nuestra Señora completó en su mente la imagen del Mesías sufridor y redentor, la Resurrección se efectuaría cuando Ella consumara en su corazón la figura del Mesías glorificado y exaltado. Y la misma llama de la fe que había sustentado la semilla de la Iglesia en aquel día, finalmente se cristalizaría en la certeza de la Resurrección.

Ella pensó, rezó y meditó en todas las glorias que su Hijo debería recibir por el cumplimiento de su misión entre los hombres y, al terminar esa oración ante Dios, se obró la unión del alma santísima de Jesús con el purísimo cuerpo que reposaba en el Santo Sepulcro. Eran las tres de la mañana del domingo. 

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Nuestra Señora y San Juan Evangelista, detalle de La Crucifixión, por Fra Angélico Museo de San Marcos, Florencia (Italia)

 

Una visita previa

La luz emanada del sagrado cuerpo de Jesús durante la Resurrección fue tan intensa que empalidecería la propia luz del sol. En pocos instantes se encontraba de pie en el interior del sepulcro, tras atravesar el bendito sudario que lo había envuelto.

Una inmensa alegría inundó el espíritu de Nuestra Señora, porque, incluso antes de aparecérsele, Jesús la visitó en su corazón. Se podría decir que, si Ella había muerto místicamente con su divino Hijo a los pies de la cruz, con Él también “resucitó” en la madrugada de la Pascua.

Siendo María el Paraíso de Dios —y, por lo tanto, del Verbo Encarnado—, deseaba Él iniciar en su interior un nuevo régimen de gracias para el mundo que tendría como punto de partida la victoria retumbante del bien, el mayor golpe recibido por el demonio en toda la Historia, ¡la Resurrección!

Convivencia impregnada de bienquerencia y ternura

Poco después una fuerte luz iluminó la oscuridad del cuarto de Nuestra Señora y una divina presencia ahuyentó finalmente, junto con las tinieblas de la noche, la prueba del alma de María: era su adorable Jesús que iba a encontrarse con Ella antes que con cualquier otra persona. Con excepción de algunos ángeles que permanecieron de guardia en el Santo Sepulcro, lo acompañaban todos los coros de los espíritus celestiales, los cuales cantaban a su alrededor músicas inefables, nunca oídas por la Santísima Virgen.

De las llagas de Jesús salían haces de clarísima luz y su cuerpo resplandecía como el sol, irradiando intensamente su divinidad. La emoción, el júbilo y la admiración abrasaron el corazón de María. Si éste había soportado los peores padecimientos que una madre podría concebir, en aquel momento la consolación superó el dolor de todas las espadas que habían traspasado su alma.

No imaginemos, con todo, una convivencia meramente formal entre los dos... Aquella hora única en la Historia estaba impregnada de bienquerencia y ternura, pues Nuestro Señor deseaba con avidez consolar a su Madre por todo lo que Ella había sufrido. Luego la cubrió de caricias, abrazándola y besándola muy afectuosamente. María, a su vez, tomó las manos de Jesús y quiso besar las santas llagas, para venerar allí la Redención de los hombres. 

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Glorioso testigo de la Resurrección

Repuesta de esa impresión inicial, pudo escuchar las primeras palabras de su Hijo:

—Madre mía, ¡alégrate!

—¡Hijo mío! ¡Mi divino Hijo! —respondió mientras lo abrazaba.

Nuestra Señora también ansiaba manifestar los torrentes de su cariño a Jesús. Como no le había sido posible, por expresa voluntad divina, consolarlo cuanto hubiera deseado durante la Pasión, su alma estaba aún traspasada de conmiseración por sus sufrimientos.

Aquel abrazo físico consistió en un largo cruce de afecto, el cual resultó para María en un arrebatamiento al seno de la Santísima Trinidad. Excediendo en mucho a un éxtasis común, ese fenómeno elevó a un grado inimaginable su unión con Dios.

A continuación, los dos tuvieron una demorada conversación, en la cual Nuestro Señor le explicó a su Madre muchos aspectos que aún no le había revelado sobre el significado de los diferentes pasos de la Pasión y su relación con el futuro de la Santa Iglesia. Esa bendecida convivencia duró cerca de tres horas, concluyendo en el amanecer.

Nacía el primer dies Domini de la Historia, en el que Jesús iniciaría la secuencia de las apariciones recogidas por los evangelistas. María fue escogida, antes que todos, como gloriosa testigo de la Resurrección. 2


 

Extraído, con adaptaciones, de: “Maria Santíssima! O Paraíso de Deus revelado aos homens”.São Paulo: Arautos do Evangelho, 2020, v. II, pp. 497-513.

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