Cada vez que celebramos la Santa Misa, resuenan en nuestro corazón las palabras que Jesús confió a sus discípulos en la última Cena como un don valioso: “Os dejo la paz, mi paz os doy” (Jn 14, 27). ¡Cuánta necesidad tiene la comunidad cristiana, y toda la humanidad, de gustar plenamente la riqueza y la fuerza de la paz de Cristo!
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Entrada de la Abadía de Montecassino.
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San Benito fue su gran testigo, porque la acogió en su vida y la hizo fructificar en obras de auténtica renovación cultural y espiritual. Precisamente por eso, a la entrada de la abadía de Montecassino y de todos los monasterios benedictinos, figura como lema la palabra “PAX”. De hecho, la comunidad monástica está llamada a vivir según esta paz, que es el don pascual por excelencia. Como sabéis, en mi reciente viaje a Tierra Santa fui como peregrino de paz, y hoy —en esta tierra marcada por el carisma benedictino— tengo la ocasión de subrayar, una vez más, que la paz es en primer lugar don de Dios y, por tanto, su fuerza reside en la oración.
Sin embargo, es un don encomendado al esfuerzo humano. La fuerza necesaria para actuarlo también se puede sacar de la oración. Por tanto, es fundamental cultivar una auténtica vida de oración para garantizar el progreso social en la paz. La historia del monaquismo nos enseña una vez más que un gran avance de civilización se prepara con la escucha diaria de la Palabra de Dios, que impulsa a los creyentes a un esfuerzo personal y comunitario de lucha contra toda forma de egoísmo e injusticia. Sólo aprendiendo, con la gracia de Cristo, a combatir y vencer el mal dentro de uno mismo y en las relaciones con los demás, se llega a ser auténticos constructores de paz y progreso civil.
Que la Virgen María, Reina de la paz, ayude a todos los cristianos, en las diversas vocaciones y situaciones de vida, a ser testigos de la paz que Cristo nos ha dado y nos ha dejado como misión ardua para realizar por doquier.
(Regina Cæli, Cassino, Plaza Miranda, 24/5/2009)
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