Terrible e inesperado como el estrépito de un trueno en una mañana clara y sin nubes, resonó en todo el Imperio Romano el anuncio de la nueva persecución a los cristianos que decretaba Valeriano.
A la sangrienta e implacable persecución desatada por el extinto emperador Decio –que soñó con revivir el antiguo y desprestigiado culto pagano– siguió un período de paz y tranquilidad para la Iglesia. Valeriano, desde su ascenso al trono el año 253, daba muestras de simpatía y hasta benevolencia con aquella religión que crecía sin parar y cuyos seguidores enfrentaban los tormentos y la muerte con valor desconcertante.
Sin embargo, pasados cuatro años, súbitamente la benignidad cedió lugar al odio, y en el año 257 fue promulgado un tiránico decreto contra la Santa Iglesia de Dios: todos los obispos, presbíteros y diáconos debían rendir tributo a los ídolos so pena de destierro, y las reuniones para celebrar el culto cristiano quedaban prohibidas bajo pena de muerte.
En consecuencia, incontables prelados y sacerdotes fueron deportados a las minas de metal o de sal, en donde –encadenados con criminales, esclavos rebeldes o prisioneros de guerra– deberían trabajar sin descanso en condiciones verdaderamente indescriptibles, hasta el agotamiento final.
Tales horrores no fueron sino el primer relámpago de una furiosa tempestad.
Ríos de sangre cristiana inundaron el Imperio Romano
Al año siguiente, 258, un nuevo edicto agravó y extendió a todas las provincias del imperio el incendio de la persecución: los obispos y presbíteros que no hicieran sacrificio a los ídolos debían ser ejecutados inmediatamente; por el mismo “crimen”, los senadores, nobles y ciudadanos ilustres serían sentenciados a muerte, con la confiscación de todos sus bienes.
Todo parecía dispuesto por la impiedad para hacer sucumbir definitivamente a la única religión verdadera.
Ríos de sangre cristiana inundaron el vasto Imperio Romano. El Papa Sixto II subió al Cielo gracias al hierro de los verdugos. Pocos días después, su valeroso diácono Lorenzo murió quemado en una parrilla. Un joven acólito llamado Tarcisio sacrificó su vida en defensa del Santísimo Sacramento. Fructuoso, obispo de Tarragona, fue quemado vivo junto a sus dos diáconos. En África del norte, 153 fieles fueron precipitados en un horno de cal y pasaron a la Historia con el calificativo de massa candida (la masa blanca). Cipriano, el gran obispo de Cartago, venerado por los cristianos y odiado por los paganos por su combativo carácter, exclamó al oír la sentencia de muerte: “¡Gracias a Dios!”, y entregó con resolución su augusta cabeza a la espada del verdugo.
El paganismo, ciego y moribundo, se embriagaba con la sangre de los discípulos de Quien había proclamado: “¡Ánimo! Yo he vencido al mundo” (Jn 16, 33).
“¡Padre, perdóname por amor del Señor!”
En el período en que el impío Valeriano asolaba la Iglesia de Cristo, se destacaba en una parroquia de Antioquía un activo sacerdote de nombre Sapricio. Su activo celo le había atraído un joven laico llamado Nicéforo, el cual, pasado el tiempo, llegó a ser un auxiliar indispensable en la arriesgada faena apostólica que desarrollaba Sapricio en medio de la persecución.
Por motivos que la tradición no dice ni la Historia registra, cierto día tuvieron una diferencia, y una enemistad profunda los separó de modo tal, que uno y otro evitaban encontrarse en la misma calle.
No duró poco esta situación nada ejemplar. Pero Nicéforo, arrepentido de comportarse más como un pagano que como discípulo de Cristo, buscó algunos amigos de Sapricio y por su intermedio le envió un pedido de clemencia. Éste, sin embargo, con el orgullo herido, se negó a perdonarlo. Nicéforo renovó varias veces la manifestación de su arrepentimiento y el pedido de reconciliación, pero Sapricio se mantuvo inflexible en su repudio, negándose incluso a recibir los mensajeros del amigo de antaño.
Desconsolado, Nicéforo se presentó en casa de Sapricio y se arrojó a sus pies, exclamando:
–¡Padre, perdóname por amor del Señor!
Pero aquel sacerdote, cuya condición lo llamaba a ser ejemplo de benevolencia y humildad, permaneció obstinado en su rencor.
Frío y silencioso desdén
Seguía esta lamentable enemistad cuando la policía imperial detuvo a Sapricio y lo llevó al tribunal. Después de reconocerse como sacerdote de Cristo y negarse a adorar a los ídolos, sufrió crueles tormentos y, por fin, recibió la sentencia irrevocable: sería degollado de inmediato.
La pena capital se aplicaba fuera de las murallas de la ciudad, como era costumbre de la época. Y allá partió el reo, exhausto y tambaleante por los tormentos padecidos.
Los dramáticos sucesos llegaron a oídos de Nicéforo, que se dirigió presuroso al encuentro de la escolta que llevaba al sentenciado y se arrojó a sus pies, suplicándole una vez más:
–Mártir de Cristo, ¡perdóname las ofensas que cometí contra ti!
Pero los labios de Sapricio no se abrieron; un frío y silencioso desdén fue la única respuesta.
Nicéforo, sin embargo, no renunció. Se les adelantó por un atajo, y antes de la salida de la ciudad suplicó nuevamente en voz alta:
–Mártir de Cristo, te lo ruego, perdóname y olvida las ofensas que te hice por culpa de la debilidad humana. ¡Muy pronto recibirás de Cristo la corona de la victoria por haber confesado el nombre del Señor!
Sapricio no se dignaba mirar siquiera a su antiguo y dedicado auxiliar. Los mismos verdugos decían entre risas: “¡Nunca vimos a un hombre tan necio! Le pide perdón a un condenado a muerte…” Oyendo esto, Nicéforo respondió con energía: “No sabéis lo que pido al confesor de Cristo, pero Dios lo sabe”.
Corazón empedernido por el orgullo
El orgullo, pasión dinámica e insaciable que Sapricio no había sabido contener adecuadamente a lo largo de su vida, le impedía ahora, frente a las puertas de la Eternidad, poner en práctica las palabras del Redentor: “Si, pues, al presentar tu ofrenda en el altar te acuerdas que un hermano tuyo tiene algo contra ti, deja tu ofrenda delante del altar y vete primero a reconciliarte con tu hermano; luego vuelves y presentas tu ofrenda” (Mt 5, 23-24).
Ese hombre que negaba el perdón a quien lo imploraba con humildad, ¿cómo podría recibir de Dios las indispensables gracias extraordinarias para realizar el holocausto supremo?
Tan pronto llegaron al lugar del suplicio, Nicéforo intentó ablandar una vez más ese corazón empedernido:
–Está escrito: “Pedid y se os dará, buscad y encontraréis, golpead y se os abrirá”.
Todo fue en vano. Sapricio parecía ignorar lo que sucedía a su alrededor.
Por no perdonar al prójimo…
–Arrodíllate y apoya la cabeza en el cepo, para ser cortada– ordenó el verdugo.
–¿Por qué?– preguntó Sapricio.
–Porque te niegas a ofrecer sacrificio a los dioses y desobedeces el edicto del emperador, todo por amor a un hombre ejecutado en la cruz– respondió el comandante de la milicia.
Se cumplieron entonces las palabras eternas del Divino Maestro: No seréis perdonados “si no perdonáis de corazón cada uno a vuestro hermano” (Mt 18, 35).
El Señor, Juez perfectísimo, no derramó en ese corazón dominado por el orgullo las gracias místicas y eficaces sin las cuales no tendría fuerzas para enfrentar la muerte por amor a Dios y a su Ley. Abandonado así a sus simples fuerzas humanas, el presbítero incapaz de perdonar dijo al verdugo que comenzaba a levantar la espada:
–¡No me hieras! Haré un sacrificio a los dioses, como ordena el emperador.
La voz de Nicéforo rompió el silencio estupefacto que dominó por unos momentos a todos los presentes:
–¡No hermano, no apostates negando a Nuestro Señor Jesucristo! ¡No desfallezcas! ¡No pierdas la corona celestial que ya te está preparada!
Pero Sapricio, que no había amado y perdonado al prójimo que veía, renegaba ahora del Dios que no veía (cfr. 1 Jn 4, 20). Ciego de soberbia, cerró para sí las puertas del Cielo.
Se le dio la otra corona
Mientras el nuevo Iscariotes era dejado en libertad y se perdía en la multitud atónita, Nicéforo comenzó a gritar:
–¡Yo soy cristiano! ¡Yo creo en el Nombre de Jesucristo que ese otro negó! ¡Descarga sobre mí el golpe de la espada!
Con todo, nadie se atrevía a ejecutarlo sin orden formal. Y todos se admiraban con la valentía de ese discípulo de Cristo, que se entregaba voluntariamente a la muerte sin dejar de clamar:
–¡Soy cristiano y no doy sacrificio a vuestros dioses!
Uno de los soldados fue enviado a toda prisa al palacio del gobernador para contar lo sucedido. Poco después volvió con la sentencia, que Nicéforo recibió con gozo: “Si no sacrifica a los dioses según los edictos imperiales, sea muerto por la espada”.
Y así rodó por tierra la cabeza de ese heraldo de la fe, mientras su alma, perdonada y santificada, volaba al Cielo rebosante del amor infinito de Cristo Nuestro Señor.
La Iglesia cruzó triunfante el huracán
El justo castigo de Valeriano por su odio y crueldad comenzó en esta misma tierra. En una batalla contra los persas el año 260, cayó prisionero de sus enemigos. Abandonado hasta por su propio hijo, Galieno, fue ejecutado después de sufrir innumerables humillaciones.
La Iglesia atravesó incólume y triunfante el huracán de maldad desencadenado por ese tirano. La santa intrepidez de miles de hombres, mujeres y niños que siguieron al Maestro Divino hasta lo alto del Calvario despertaba un entusiasmo creciente y arrastraba a multitudes cada vez más grandes hacia la verdadera fe. De este modo, los golpes de los verdugos no produjeron otro resultado que multiplicar el número de los cristianos.
La Santa Iglesia Católica Apostólica Romana, roca inquebrantable, volvía a salir del sepulcro al igual que Cristo, más fuerte, más esplendorosa y gloriosa. Así lo hará siempre, luego de cada nueva embestida de las puertas del infierno contra ella. Hasta el fin del mundo, a lo largo de los siglos, los pueblos podrán contemplar el cumplimiento de la infalible afirmación que un día labios divinos profirieron en Jerusalén: “Todo el que caiga sobre esta piedra, se destrozará, y a aquel sobre quien ella caiga, le aplastará” (Lc 20, 18).

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