Cuando Nuestro Señor vino al mundo, nos trajo un mandamiento nuevo:
“Amaos los unos a los otros, como yo os he amado” (Jn 13, 34). Este amor llevado hasta las últimas consecuencias nos propició la Redención. Y unas relaciones humanas reguladas y bien conducidas deben seguir el ejemplo del Divino Maestro. El verdadero amor al prójimo es aquel que se nutre del amor a Dios y que tiene al Creador como centro, buscando siempre la santidad de aquellos que se aman. Ya enseñaba San Agustín que sólo existen dos amores: o se ama a sí mismo hasta el olvido de Dios, o se ama a Dios hasta el olvido de sí mismo.
Así fue Santa Escolástica, alma inocente y llena de amor a Dios, de quien poco se conoce, pero que, abriéndose a la gracia, adquirió excepcional fuerza de alma y logró llegar a la honra de los altares. Su historia está íntimamente ligada a la de aquel que por designios de la Providencia nació con ella para la vida, el gran San Benito, su hermano gemelo y padre del monacato occidental, a quien amó con todo su corazón. Nacieron ellos en Nursia, en la Umbría, región de Italia situada al pie de los montes Apeninos, en el año 480. Como su hermano, tuvo ella una educación primorosa. Con sus padres, muy católicos y temerosos de Dios, constituían una de las familias más distinguidas de aquellas montañas. Modelo de doncella cristiana, Escolástica era piadosa, virtuosa, cultivaba la oración y era enemiga del espíritu del mundo y de las vanidades. Siempre caminó al unísono con su hermano Benito, unidos ya antes de nacer y hermanos gemelos también de alma.
Con la muerte de sus padres, Escolástica vivía más recogida en el retiro de su casa. Cuando se enteró que su hermano dejó el desierto del Subíaco y fundó el célebre monasterio de Monte Cassino, decidió ella profesar la misma perfección evangélica, distribuyendo todos su haberes a los pobres y partiendo con una criada en busca del hermano. Al encontrarlo, le explicó sus intenciones de pasar el resto de su vida en soledad, como él, y le suplicó que fuese su padre espiritual, prescribiéndole las reglas que debería seguir para el perfeccionamiento de su alma. San Benito, conociendo ya la vocación de su hermana, la aceptó y mandó construir para ella y la criada una habitación no muy lejos del monasterio, dándole básicamente la misma regla de sus monjes.
La fama de santidad de esta nueva eremita fue creciendo y, poco a poco, se juntaron a ella muchas otras jóvenes que se sentían llamadas a la vida monástica, colocándose todas bajo su dirección, juntamente con la de San Benito, formando así una nueva Orden femenina, conocida más tarde como de las Benedictinas, que llegó a tener 14.000 conventos esparcidos por todo Occidente.
A cada año, algunos días antes de la Cuaresma, se encontraban Benito y Escolástica a medio camino entre los dos conventos, en una casita que había para este fin. Pasaban el día en coloquios espirituales para después volverse a ver al año siguiente. Uno de los capítulos del libro “Diálogos”, de San Gregorio Magno, ayudó a salvar del olvido el nombre de esta gran santa que tiene lugar de predilección entre las vírgenes consagradas. El gran Papa santo narra con simplicidad el último encuentro de San Benito y Santa Escolástica, en que la inocencia y el amor vencieron la propia razón.
Era el primer Jueves de Cuaresma de 547. San Benito fue a ver a su hermana en la casita de costumbre. Pasaron todo el día hablando de Dios. Al atardecer, se levantó San Benito decidido a regresar a su monasterio, para volver apenas al año siguiente. Presintiendo que su muerte vendría pronto, Santa Escolástica pidió al hermano que pasasen allí la noche y no interrumpiesen tan bendecido encuentro. A lo que el hermano respondió:
— ¿Qué dices? ¿No sabes que no puedo pasar la noche fuera de la clausura del convento?
Escolástica no dijo nada. Apenas bajó la cabeza y, en la inocencia de su corazón, pidió a Dios que le concediese la gracia de estar un poco más con su hermano y padre espiritual, a quien tanto amaba. En el mismo instante el cielo se cubrió. Rayos y truenos llenaron el firmamento de luz y estruendos. La lluvia comenzó a caer torrencialmente. Era imposible subir a Monte Cassino en aquellas condiciones. Escolástica apenas preguntó a su hermano:
– Entonces, ¿no vas a salir?
San Benito, percibiendo lo que había ocurrido, le preguntó:
– ¿Qué hiciste, hermana mía?
Dios te perdone por eso...
–Yo te pedí y no quisiste atenderme. Pedí a Dios y Él me oyó – respondió la cándida virgen.
Pasaron aquella noche en santa reunión pudiendo el santo fundador regresar a su monasterio apenas al otro día por la mañana. De hecho, se confirmó el presentimiento de Escolástica. Entregó su alma al creador tres días después de ese bello hecho. San Benito vio, desde la ventana de su cuarto, el alma de Escolástica subir al cielo bajo la forma de una blanca paloma, símbolo de la inocencia que ella siempre tuvo. Llevó el cuerpo a su monasterio y ahí lo enterró en la tumba que había preparado para sí mismo. Algunos meses más tarde falleció también San Benito. Quedaron así unidos en la muerte aquellos dos hermanos que en la vida terrena se había unido por la vocación.
Comentando este hecho de la vida de los dos grandes santos, San Gregorio dice que el procedimiento de Santa Escolástica fue correcto, y Dios quiso mostrar la fuerza de alma de una inocente, que colocó el amor a Él arriba incluso de la propia razón o regla. Según San Juan, “Dios es amor” (I Jn 4, 7) y no es de admirar que Santa Escolástica haya sido más poderosa que su hermano, en la fuerza de su oración llena de amor. “Pudo más quien amó más”, enseña San Gregorio. En esta singular contienda el amor venció la razón.
Pidamos a Santa Escolástica la gracia de la restauración de nuestra inocencia bautismal, para que crezca el amor a Dios en nuestra alma y podamos tener su fuerza espiritual para decir con toda propiedad las palabras de San Pablo: “Todo puedo en aquel que me conforta” (Fl 4, 13).
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