Hace cuarenta años, el Papa Pablo VI finalizó solemnemente el Concilio Vaticano II. Se lo había inaugurado, por voluntad de Juan XXIII, el día 11 de octubre de 1962, entonces fiesta de la Maternidad de María, y fue clausurado el día de la Inmaculada. Un marco mariano encuadra el Concilio. En realidad es mucho más que un marco: es una orientación de todo su camino.
En su discurso para promulgar la Constitución conciliar sobre la Iglesia, Pablo VI había calificado a María como “Tutrix huius Concilii” , Protectora de este Concilio, y en una alusión inequívoca al relato de Pentecostés transmitido por san Lucas (Hch 1, 12-14), dijo que los Padres (conciliares) se habían reunido en la sala del Concilio “con María, la Madre de Jesús”, y en su nombre la habían dejado.
Homenaje a la Madre de la Iglesia
Permanece imborrable en mi memoria el momento en que, escuchando sus palabras: “Declaramos a María Santísima Madre de la Iglesia”, espontánea y repentinamente los Padres se levantaron y aplaudieron de pie, rindiendo tributo a la Madre de Dios, a nuestra Madre, a la Madre de la Iglesia. En verdad, el Papa resumía con este título la doctrina mariana del Concilio y entregaba la clave para comprenderlo.
María no se ubica solamente en una relación singular con Cristo, el Hijo de Dios que, como hombre, quiso ser hijo suyo. Al permanecer totalmente unida a Cristo, María también nos pertenece de modo integral. Sí, podemos decir que María está cerca de nosotros como ningún ser humano, porque Cristo es hombre para los hombres y todo su ser es un “ser para nosotros”. Como Cabeza –dicen los Padres– Cristo es inseparable de su Cuerpo que es la Iglesia, formando por así decir un solo ser vivo con ella. La Madre de la Cabeza también es la Madre de toda la Iglesia; se ha despojado totalmente de sí misma, por decirlo así; se entregó a Cristo por entero, y se ha entregado con él como don a todos nosotros. En efecto, mientras más se entrega la persona humana, tanto más se encuentra a sí misma.
En María encontramos la esencia de la Iglesia
El Concilio quería decir esto: María se entrelaza a tal punto con el gran misterio de la Iglesia, que es inseparable de ella, del mismo modo en que es inseparable de Cristo. María refleja a la Iglesia, la anticipa en su persona, y en todas las turbulencias que afligen a la Iglesia sufridora y padeciente, sigue siendo siempre su estrella de salvación. Ella es ese verdadero centro en el que confiamos, aunque muchas veces su periferia pese en nuestra alma. En el contexto de la promulgación de la Constitución sobre la Iglesia, el Papa Pablo VI lo aclaró todo mediante un nuevo título de profundo arraigo en la Tradición, con la intención precisa de iluminar la estructura interna de la enseñanza sobre la Iglesia que desarrolló el Concilio.
En María, la Inmaculada, encontramos la esencia de la Iglesia sin deformaciones. Ella debe inspirarnos para ser también “almas eclesiales” –así se expresaban los Padres–, para que, según la palabra de san Pablo, podamos presentarnos “inmaculados” frente al Señor, como él quiso que fuéramos desde el principio.
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