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Visita del R.P. Fernando Guimarães a los alumnos del Seminario de los Heraldos del Evangelio.
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Compartiendo con usted en esta estancia en la Casa Matriz de los Heraldos del Evangelio, se nota de parte suya una particular devoción a la Eucaristía. Lo vemos a menudo frente al Santísimo Sacramento expuesto en nuestra capilla.
He sido llamado a colaborar con el ministerio universal del Papa, en la función de oficial de la Congregación para el Clero, y este tema está siempre presente en mis preocupaciones diarias.
Si leemos el relato de la institución de la Eucaristía, ya podremos ver unidos con un estrecho vínculo algunos elementos que conforman uno de los pilares de la Iglesia y de la vida cristiana: en primer lugar, la Eucaristía, instituida por Cristo para su Iglesia, y que es un signo de actualización en el tiempo de su muerte redentora, como también un anuncio profético de la realización del Reino en la venida definitiva del Señor; después, el mandamiento que él nos dejó, de renovar este gesto y este signo, que hace capaces a los apóstoles y a sus sucesores para actuar in persona Christi Capitis et Pastoris, y así reunir una comunidad de fe para ofrecer, con ella y para ella, el mismo sacrificio de Cristo, confeccionando la Eucaristía; por fin, la santidad, una obra maravillosa de la gracia con la efectiva colaboración del hombre, a la que están llamados todos los discípulos de Cristo. Esta última es una exigencia intrínseca para acercarnos a ambos sacramentos: Eucaristía y Orden.
Dice san Pablo que “Cristo es el único mediador entre Dios y los hombres” y, por tanto, sólo él es sacerdote… Frente a eso, ¿qué papel cumplen los sacerdotes en la Iglesia?
Realmente, como nos enseña el Catecismo de la Iglesia Católica, Cristo es el único sacerdote de la Nueva Alianza, es decir, ya no existe la multiplicidad de sacerdotes que había en el Antiguo Testamento. Así como en el Nuevo Testamento ya no hay numerosos sacrificios, sino uno solo: el sacrificio redentor de Cristo, realizado de una vez por todas. Pero se hace presente en el sacrificio eucarístico de la Iglesia. Pues bien, lo mismo ocurre con el sacerdocio único de Cristo: se hace presente por el sacerdocio ministerial, sin que disminuya con eso la unicidad del sacerdocio de Cristo. Santo Tomás de Aquino formula esta verdad con su famosa claridad y concisión: “Cristo es el único sacerdote, los demás sólo son sus ministros”.
En varios pasajes de los Hechos de los Apóstoles se menciona la imposición de las manos como la forma de conferir el sacerdocio. Pero los Evangelios no parecen registrar el momento exacto en que Nuestro Señor instituyó el sacramento del Orden. ¿En qué circunstancia fue creado?
Este sacramento nació en la Última Cena junto a la Eucaristía. No fue casual que Nuestro Señor Jesucristo, justo a continuación de las palabras de la Consagración Eucarística, agregara: “Haced esto en conmemoración mía”. Así, por medio de la ordenación presbiteral, el sacerdote queda vinculado de forma excepcional a la Eucaristía. Se puede decir que los sacerdotes existen por la Eucaristía y para la Eucaristía. La íntima relación entre la consagración sacerdotal y la Eucaristía excede ampliamente la mirada típica de una eclesiología “sociocéntrica”, que reduce al sacerdote al papel de un activista filantrópico o de un representante de la comunidad.
En esencia, ¿cuál es la situación de un hombre ordenado, ya sea un simple diácono, un sacerdote o un obispo?
Ante todo es un hombre bautizado que recibió, como consecuencia de la ordenación sacramental, una configuración especial que lo pone al servicio de la santificación de la comunidad de los bautizados, a la que también pertenece. Con su conocida perspicacia, san Agustín define así esta situación en uno de sus sermones: “Para vosotros soy el obispo, y con vosotros soy cristiano” . Dice después que esta función “obliga a una peligrosa rendición de cuentas” , porque “como cristiano debo velar por mi propio provecho, pero como obispo, únicamente por el vuestro” . Lo dicho sobre el obispo se aplica sin la menor duda a todos los sacerdotes de todos los tiempos.
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El R.P. Fernando Guimarães durante la entrevista.
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El Santo Padre ha recalcado la importancia de la santificación personal del sacerdote. ¿Hay alguna relación entre el grado de virtud del ministro sagrado y la eficacia de los sacramentos que administra?
La ordenación otorga al sacerdote un carácter espiritual indeleble que lo acompañará toda la eternidad, y lo habilita a actuar “en la Persona de Cristo, Cabeza de la Iglesia” para cumplir la triple función de enseñar, santificar y guiar a la comunidad cristiana. Pero esta gracia no elimina la flaqueza humana, la posibilidad de caer en error, y mucho menos impide pecar. Por eso no se puede dejar de reconocer que, infelizmente, muchas acciones de ministros de Cristo echan en falta la señal de fidelidad al Evangelio, lo cual puede perjudicar la fecundidad del apostolado de la Iglesia.
Sin embargo, la eficacia de los actos sacramentales queda asegurada siempre por el hecho de no depender de la santidad personal del presbítero, sino que se realiza ex opere operato, vale decir, es obra del mismo Cristo, de quien el sacerdote es un representante.
Pero no es menos cierto que, normalmente, Dios prefiere manifestar sus grandezas por medio del ministerio de sacerdotes que, dóciles a la inspiración del Espíritu Santo, tengan una santidad de vida que les permita decir como san Pablo: “No soy yo quien vivo, sino Cristo que vive en mí”. La santificación personal del sacerdote, por tanto, es una exigencia lógica e intrínseca de su carácter sacramental y de su ministerio, como también una consecuencia necesaria de su Bautismo.
¿Es verdad que la exigencia de aspirar a la santidad debe ser más intensa en el sacerdote?
Sí, exacto. En un documento reciente, el cardenal Ángelo Sodano, cuando todavía era Secretario de Estado, hace alusión a “experiencias amargas y decepcionantes” y afirma que cada sacerdote, más que cualquier otro cristiano, está llamado a ser un “hombre de Dios”. Decía además que “la llamada a la santidad siempre fue propuesta como vocación y objetivo primordial del sacerdote”. Mostraba también que para el sacerdote es indispensable tener un encuentro con Cristo, una experiencia personal, para lo que debe dejarse llevar con Cristo a través de “un camino de fe integral, sostenido por un fuerte compromiso ascético y en un sincero esfuerzo en dirección al Reino”.
Hay muchas más declaraciones como ésta. Recuerdo las palabras de Pío XII en el mismo sentido durante el Año Santo de 1950, cuando decía que, especialmente frente a las necesidades actuales, era imposible que el ministerio sacerdotal alcanzara todos sus objetivos si los sacerdotes no brillaban en medio del pueblo “por la eminencia de su santidad” .
Este es el desafío de nuestra época, para los sacerdotes y para toda la Iglesia. En medio de las profundas transformaciones de nuestro tiempo, tras un doloroso período de vacilaciones y de crisis personal e institucional, el sacerdote católico está llamado a redescubrir la identidad profunda de su vocación. Tomando una hermosa expresión del Papa san Pío X, la Iglesia no puede dejar de preocuparse de “formar a Cristo en los que están destinados a formar a Cristo en los demás”.
Es necesario superar la tendencia moderna que muchas veces induce a la gente a resaltar lo que el sacerdote hace en vez de lo que es. El ser del sacerdote precede, justifica y fecunda su actuar .
Se puede decir que la recuperación de una auténtica espiritualidad sacerdotal es realmente una de las tareas más urgentes de la Evangelización…
Sin duda. Sobre eso, vale la pena recordar la afirmación ardorosa y siempre actual de san Gregorio Magno: “El pastor ha de ser puro en su pensamiento, ejemplar en su proceder, discreto en su silencio y útil en su palabra; por su contemplación, debe estar cerca de cada uno, y debe dedicarse más que todos a la contemplación”. Como enseña san Gregorio, las ocupaciones exteriores no pueden llevar al sacerdote a descuidar su vida interior, pero el cuidado de su beneficio interior no lo puede hacer negligente con las necesidades exteriores. Se requiere equilibrio.
En las múltiples actividades que la sociedad hoy pide de cualquiera, por ende también del sacerdote, éste debe construir para sí una unidad interior, fuente de equilibrio personal y de madurez humana que evite la dispersión y, por consiguiente, el vacío personal. Esa unidad que el sacerdote encuentra en la identificación personal con Cristo, la designa el Concilio Vaticano II con la expresión “caridad pastoral”. El texto conciliar dice que los sacerdotes, llevando la vida del Buen Pastor, “encontrarán en el ejercicio de la caridad pastoral el eslabón de la perfección sacerdotal que llevará a la unidad de su vida y su acción”. Después afirma que esa caridad pastoral deriva, sobre todo, del sacrificio eucarístico, y concluye con estas palabras: “Por lo tanto, éste es el centro y la raíz de la vida del sacerdote”.
En la Eucaristía, sacramento de la presencia real de Cristo, el sacerdote encuentra su razón de ser y de vivir. Volviendo al Concilio, hay una enseñanza no sólo para los cristianos laicos sino también para los sacerdotes, siempre válida y actual: la Eucaristía es “fuente y ápice de toda la vida cristiana” : comunica el amor a Dios y a los hombres, es el “alma de todo apostolado” , y se presenta, así, como manantial y cúspide de toda la evangelización.
En ese contexto podemos comprender la insistencia del Directorio para el Ministerio y Vida de los Presbíteros, publicado por la Congregación para el Clero, en presentar la Eucaristía como “núcleo y centro vital” del ministerio sacerdotal. El Directorio recuerda que el vínculo profundo entre el presbítero y la Eucaristía no se reduce a la celebración de la misa. Dicho vínculo se prolonga a toda la vida de oración sacerdotal y, por tanto, también a la adoración frecuente al Santísimo Sacramento. Con ello, el presbítero puede presentarse a los ojos de los fieles como modelo de la comunidad, por su devoción eucarística y por la meditación asidua, realizada –tanto como se pueda– frente al Señor presente en el tabernáculo.
Permítame una pregunta sobre un tema más delicado: ¿cómo explicar que tantos sacerdotes hayan abandonado su sublime misión en las últimas décadas?
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“En la Eucaristía, sacramento de la presencia real de Cristo, el sacerdote encuentra su razón de ser y de vivir”.
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Le responderé valiéndome de una observación personal. En el ejercicio de mis funciones –trabajo hace muchos años en el estudio de casos dolorosos de abandono del ministerio sacerdotal– pude notar que uno de los primeros síntomas de la crisis de estos sacerdotes no es, por lo general, el problema del afecto, sino el enfriamiento y la negligencia en la vida de oración, así como el descuido en la celebración diaria de la misa. Debilitándose la certeza de la fe, se insinúan las opiniones contrarias a la fe de la Iglesia, o cargadas de ideologías, y acaban por falsear el significado profundo del sacerdocio. Con esto, el presbítero cae en un estado cada vez más distante del contacto vital con el misterio de Cristo, y esto le causa un vacío en el corazón. En la gran mayoría de los casos, solamente llegado este punto se hace sentir una necesidad afectiva de recurrir a un lazo humano para ocupar ese vacío existencial. Es la última etapa de un proceso que terminará casi inevitablemente en una definitiva infidelidad al don recibido de Dios.
¿Los laicos tienen medios para colaborar en la santificación del clero?
¡Al respecto se podrían hacer tantos comentarios! Pero simplifiquemos, ofreciendo el ejemplo de una gran santa de los tiempos modernos: santa Teresita del Niño Jesús. A los 14 años, ella participó en una peregrinación a Roma junto con casi 200 peregrinos, de los cuales 73 eran sacerdotes. Me acuerdo que ella decía que durante un mes había convivido con esos presbíteros, que daba por santos, y había comprendido esto: que si la “sublime dignidad” de ellos “los eleva por encima de los ángeles, no dejan de ser hombres débiles y frágiles […] (y) su conducta muestra que poseen una extremada necesidad de oraciones”.
Este pensamiento la acompañó a lo largo de toda su vida como religiosa, al punto que escribió en sus Manuscritos
Autobiográficos que la santificación de los sacerdotes era “la vocación del Carmelo” , y que así cada carmelita, mediante sus oraciones y sacrificios, debía ser “apóstol de los apóstoles, rogando por los sacerdotes”. Ella misma cuenta, en el examen canónico antes de la profesión de los votos, cómo se consagró a conquistar almas sacerdotales para el Señor: “Vine aquí a salvar las almas, sobre todo a rezar por los sacerdotes”.
En sus cartas no se cansaba de convocar a su hermana Celina para unírsele en esa noble misión. “¡Salvemos sobre todo las almas de los sacerdotes!” , decía. Y más adelante, en la misma carta: “¡Ay, cuántos malos sacerdotes, y cuántos que no son bastante santos! ¡Roguemos y suframos por ellos!” Educar en el camino de la santidad las almas de los sacerdotes, para que en su vida personal puedan ser lo son en virtud de su ordenación presbiteral, fue la constante preocupación de santa Teresita. Por eso abundan en sus escritos expresiones como ésta: “¡Ah, roguemos por los sacerdotes! […] Como carmelitas, nuestra misión es formar obreros evangélicos” , mediante el amor ardoroso y la oración.
De eso se trata; todo fiel sin excepción está llamado a imitar a santa Teresita del Niño Jesús en esa importante obra de apostolado: rogar a Cristo Señor Nuestro que envíe a su Iglesia muchos santos sacerdotes. El que así procede, practica una de las acciones más urgentes e importantes en la línea de la Nueva Evangelización.
1 Dice el Directorio: “Es conveniente que los sacerdotes encargados de la dirección de una comunidad dediquen espacios largos de tiempo para la adoración en comunidad, y tributen atenciones y honores, mayores que a cualquier otro rito, al Santísimo Sacramento del altar, también fuera de la Santa Misa”.
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