Cuando en el futuro los estudiosos de la historia analicen los siglos XX y XXI, se encontrarán con dificultades no pequeñas para verificar si un documento es verdadero o falso. Uno de los grandes obstáculos para ello será muy probablemente nuestra tan conocida Internet.
En ese asombroso medio de divulgación masiva hay de todo. Hasta es posible que el investigador encuentre en él datos genuinos y útiles en medio de mucha confusión, pero tal vez encuentre más confusión que verdad.
Si para nosotros, que vivimos la época donde ocurren los acontecimientos a Internet, ya resulta difícil distinguir lo verídico de lo falso, lo real de lo imaginario, ¿cuánto más arduo será el trabajo de los historiadores futuros?
Sin embargo, este problema no se refiere únicamente a nuestro tiempo: es una cuestión que se repite a lo largo de la historia. Sucede, por ejemplo, con los evangelios apócrifos.
Evolución en el significado de la palabra
El vocablo griego “apócrifo” significa “cosa escondida, oculta”. En la antigüedad, esa palabra sólo designaba los libros destinados exclusivamente a los miembros de un grupo cerrado, a los iniciados en algún misterio. Más tarde, pasó a ser utilizada para denominar documentos de origen dudoso, cuya autenticidad podía ser cuestionada.
Los cristianos daban el calificativo de apócrifo a ciertos escritos cuyo autor era desconocido y en los que desarrollaban temas ambiguos, aunque fuesen presentados como sagrados. Por eso, con el curso del tiempo este término adquirió una connotación un tanto peyorativa, dando a entender “un escrito sospechoso de herejía o al menos poco recomendable”.
Papel de la imaginación popular…y de la astucia de los herejes
En el desarrollo de la literatura evangélico-apócrifa, tuvieron un papel destacado los sentimientos del pueblo llano de Dios. La imaginación oriental y la atracción por todo lo que parecía misterioso buscaban modos de llenar los “vacíos” que los Evangelios ya consagrados parecían tener sobre muchos detalles de la vida de Jesús.
Aquellas jóvenes comunidades cristianas sentían la viva necesidad de conocer cosas nuevas acerca de la persona de Nuestro Señor Jesucristo, su vida y su mensaje. No extraña que se dejaran llevar por relatos fantásticos escritos por personas que figuraban como contemporáneos de Cristo, o por tradiciones provenientes de los lugares por los que había pasado el Divino Maestro. Este acervo primitivo fue creciendo y diversificándose al pasar de boca en boca y de región en región, hasta cristalizar finalmente en la abundante literatura apócrifa, que muchas veces se amparó en los que habían sido testigos reales de la vida de Cristo: Pedro, Juan, Santiago, Felipe, etc.
Sin embargo, a la ingenuidad el pueblo crédulo no tardó en sumarse la astucia de los herejes. Ocultas bajo el gracioso manto de encantadoras leyendas acerca de los misterios de la vida de Jesús, muchas veces se propagaban tendenciosas ideas gnósticas o maniqueas. Varios de esos malintencionados autores forjaban escritos “bíblicos” alterando o simplemente inventando hechos y personajes con la intención de dar base y justificación a sus tesis heréticas.
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Las primeras comunidades cristianas sentían una viva necesidad de conocer cosas nuevas acerca de la persona de Cristo, su vida y su mensaje.
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La eficaz reacción de la Iglesia
Cuando la cizaña empezó a mezclarse con el trigo, se comprende que las autoridades de la Iglesia, a la que Cristo había confiado el cuidado de su rebaño, reaccionaran de alguna manera contra esas falsificaciones que amenazaban la salud espiritual y la unidad de los fieles.
La primera y más importante medida fue establecer qué libros estaban realmente inspirados por el Espíritu Santo, y así reconocerlos como pertenecientes a las Sagradas Escrituras. Se sabe que desde el siglo I existía la preocupación por elaborar esta lista, pero la más antigua que se conoce, llamada “fragmento Muratoniano”, es cercana al año 170 y no contenía los 27 libros del Nuevo Testamento. La primera lista que ya cita todos los libros hoy conocidos fue elaborada en el año 367 por el gran san Atanasio, Patriarca de Alejandría, conocido como el “Padre de la Ortodoxia”. Este prelado fue quien utilizó por primera vez, en el año 350, el término griego Canon (regla, norma) para referirse a la relación de los libros que componen las Sagradas escrituras.
Es oportuno resaltar que los criterios para el establecimiento del Canon no fueron de ningún modo fortuitos, sino fruto de profundos y serios estudios y disputas en las cuales participaron personajes de eminente ciencia y consumada virtud, tales como san Policarpo de Escina, san Ignacio de Antioquía (ambos discípulos del apóstol san Juan), san Ireneo de Lyon, Eusebio de Cesárea, el Papa san Dámaso y san Jerónimo, entre otros.
Las últimas dudas, fueron resueltas por fin en el 393, cuando el Concilio Regional de Hipona definió el Canon sagrado de la Iglesia Católica tal como hoy lo conocemos, con sus 73 libros, y decretó: “Además de las Escrituras Canónicas, nada sea leído en la Iglesia con el título de Divinas Escrituras”. Esta definición fue repetida por varios Concilios: el III de Cartago (397), el IV de Cartago (419), el de Trulos (692), el de Florencia (1442), el de Trento (1546) y el Vaticano I (1870).
Así pues, son libros bíblicos auténticos todos los que constan en ese Canon, y los demás son apócrifos.
Dos tipos de libros apócrifos
No obstante, la Iglesia, en su sabiduría, sabía distinguir dos tipos de documentos apócrifos. Un primer grupo lo forman los libros que, a pesar de no estar en el Canon, no llegan a contraríar los Evangelios auténticos. Incluso han sido citados por conocidos autores eclesiásticos, presentando un carácter ortodoxo. Por ejemplo: los Hechos de Pablo, el Pastor de Hermas, la Carta de Bernabé, el Evangelio de los Hebreos, el Protoevangelio de Santiago.
Y un segundo grupo lo componen libros impregnados de graves errores doctrinales, históricos y hasta geográficos, además de expresiones vulgares o por lo menos disonantes con la bella literatura evangélica. Destacan entre estos: Evangelio de Judas, Evangelio de los Doce, Evangelio de los Egipcios, Actos de Mateo, Apocalipsis de Pedro.
Así mismo, no se llegó a una condenación expresa de los apócrifos en general, pero sí fueron elaboradas listas de los que eran considerados claramente heréticos. Una de éstas es el Decreto Gelasiano, “De libris recipiendis et non recipiendis” (Libros aprobados y no aprobados), normalmente atribuido al Papa san Gelasio (492-496).
Valor histórico de ciertos textos apócrifos
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Los buenos documentos apócrifos proporcionaron abundante inspiración a los literatos y artistas de la Edad Media. (arriba, la Huída a Egipto, Catedral de Oviedo).
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Sin dejar de reconocer el importante papel de la imaginación popular en la creación o alteración de ciertas tradiciones, no se puede negar que el testimonio de los documentos apócrifos referidos al primer grupo posee un valor histórico indirecto, pero no irrelevante. Aunque vistos con reserva en los primeros siglos, algunos contenían datos que más tarde fueron reconocidos por la Santa Iglesia.
Veamos, por ejemplo, los nombres de los padres de la Santísima Virgen, san Joaquín y santa Ana, celebrados por la liturgia el 26 de Junio; la conmemoración de la presentación de la Virgen niña, establecida en el calendario romano el 21 de Noviembre; el nacimiento de Jesús en una gruta en la cual nunca falta el buey y el burro; la fuga a Egipto con la destrucción de los ídolos en ese país; los tres Reyes Magos con los nombres de Melchor, Gaspar y Baltasar; el nombre del buen ladrón, san Dimas, celebrado por la liturgia el 25 de marzo; el nombre del soldado Longinos, que atravesó el pecho de Nuestro Señor con la lanza; la historia de la Verónica, que enjugó con un paño el rostro de Nuestro Señor mientras éste recorría el Via Crucis.
Todos estos datos se encuentran profundamente enraizados en el sentir católico, y nadie puede negar su beneficio, pero no tienen más fundamento histórico que las narraciones apócrifas.
Una época que dio amplia acogida a los documentos apócrifos fue la Edad Media. En ellos encontraron inspiración abundante, para literatos y artistas, tales como Jacques de Vorágine, con su tan conocida Leyenda Dorada, Fray Angélico y el Giotto, con sus inocentes pinturas, y los anónimos escultores que llenaban las catedrales, tallando en la piedra personajes y escenas de la vida del Salvador y sus apóstoles.
Por fin, hay que reconocer una deuda de gratitud con los santos, los Padres de la Iglesia y los pontífices, por su actitud de firmeza y cautela ante la difusión indiscriminada de los textos apócrifos. Gracias a ellos, se pudo conservar inalterado el tesoro auténtico de la Revelación escrita, pieza fundamental de la prenda de salvación que nos legó Nuestro Señor Jesucristo.